Thursday, June 22, 2006

 

Inuki y Mochizuki: el slasher japonés

Acabo de terminar el magnífico manga La mujer de la habitación oscura de Minetaro Mochizuki (el exitoso autor del extraordinario Dragon Head) y creo que es interesante destacar algunas coincidencias con otro gran manga, La Mujer desfigurada de Kanako Inuki.

Por un lado estas dos obras pertenecen a lo que podemos llamar slasher japonés: recordemos que el slasher es un subgénero de terror en el que un psicópata asesina de manera indiscriminada a adolescentes o jóvenes en un escenario ausente de adultos. Grandes clásicos del slasher son Halloween de John Carpenter, Viernes 13 de Sean S. Cunningham o Pesadilla en Elm Street de Wes Craven.

Sin embargo, el manga slasher tiene algunas particularidades que lo hacen extraordinariamente original: el recurso a las leyendas urbanas y a las supersticiones populares. En este sentido el terror de estos mangas es un terror profundamente cultural y arraigado en el subconsciente colectivo: en definitiva, es un terror folklórico.

Esto tiene algunas consecuencias formales en el relato que creo que son fundamentales a la hora de configurar tanto la estructura de la narración como el origen del miedo. Tomemos los dos manga a los que me refería más arriba: La mujer de la habitación oscura y La mujer desfigurada.

En ambos casos la psicópata es una mujer desfigurada. Nadie sabe quién es, ni de donde viene, ni qué busca: pero aterra. Aterra no por lo que hace sino por lo que es: aterra porque está ahí. Es su presencia la que perturba.

Este hecho permite desarrollar un terror poco explícito, de ambiente, psicológico: un terror aséptico y conceptual. Digo conceptual porque no es la mujer lo que da miedo, sino lo que representa. La mujer da miedo a los protagonistas de los dos manga porque la recuerdan pese a no haberla visto nunca. Es una leyenda maldita.

No la han visto nunca pero han oído hablar de ella; forma parte de los chismes urbanos, de las habladurías, de las supersticiones. Esta mujer existe y existirá siempre. Hay años en los que desaparece pero siempre vuelve y reaparece: es un mito recurrente.

No pertenece al presente sino al pasado. No está entre nosotros: regresa. Busca algo. Viene a llevarse algo. Viene a llevársenos a nosotros.

Pero ¿Cómo nace? ¿Cómo muere?

Aquí encontramos otro punto fundamental de estos slasher japoneses: como toda leyenda, como todo rumor, la mujer nace del lenguaje. Es fruto de la palabra, de la voz. ¿Hay terror más conceptual que este?

El terror nace al nombrarla. “Son los rumores los que te permiten sobrevivir” –le grita Sekigutchi a la mujer en La mujer desfigurada.

El terror nace al nombrarla y la paz vuelve con el silencio.

Duérmete niño…


Monday, June 05, 2006

 

El Rastreador de Jiro Taniguchi

“Tengo la sensación de que me dejé algo olvidado en el Himalaya” –le confiesa Sakamoto a Shiga- antes de emprender su último ascenso.

En El Rastreador, Jiro Taniguchi regresa a las montañas que ya visitara en K2, La Cima de los Dioses o Perro Blanco. Esas montañas que, en Taniguchi, son algo más que montañas: son una metáfora de la propia vida.

“Algo olvidado en el Himalaya”.

Todos tenemos nuestro Himalaya. Nuestro propio Himalaya al que algún día tendremos que regresar. Nuestro Himalaya habitado por fantasmas del pasado que nos esperan: porque un día les dimos la espalda, porque les fallamos, porque les debemos algo.

El Rastreador es la historia de una deuda: es la historia de la montaña que Shiga no ascendió y que deberá ascender ahora. Si entonces la rehuyó, ahora deberá afrontarla y encarar su particular Himalaya.

Megumi, la hija de Sakamoto ha desaparecido misteriosamente. Shiga la buscará hasta encontrarla. Se lo prometió. Se lo debe. Se lo debe a Nagumi y, aún más importante, se lo debe a sí mismo.

“Esto lo hago por mí”-dice Shiga-.

“Esto lo hago por mi”. Esta sentencia, probablemente la más importante de la obra, es crucial porque descifra, finalmente, lo más enigmático del relato: la mirada de Shiga. Esa mirada caída, ausente, ensimismada.

Una mirada opaca, retraída, carente de brillo, apagada. Shiga mira como un alpinista: metódico, frió, calculador. Probablemente no mira el mundo: lo procesa. Procesa el mundo para verse a sí mismo, para comprenderse, para medirse.

Medirse, claro. Shiga sabe que sólo somos aquello a lo que nos enfrentamos y que somos tan grandes como lo son nuestros retos.

Como un alpinista, Shiga busca huecos, grietas, aristas, desniveles. En la irregularidad del terreno está su oportunidad. En los obstáculos más insalvables está la posibilidad del éxito. En nuestra propia limitación está la fuerza que nos empuja a intentar lo imposible.

“Tú no podrás entender cómo se siente quien se queda esperando -le dice Yoriko- Pero el que va… estará muy contento”.


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